25 de noviembre de 2015

Capitulo 5: Latidos.

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Capítulo 5: Latidos. 
Me quedé en la misma postura un rato, con la mano sobre su corazón, empujando su pecho y esperando algún movimiento que me dijese que no había llegado demasiado tarde. Quedarme en esa casa mucho tiempo era un suicidio, si el humo no me ahogaba a mí también me tendría que enfrentar a la luz del día, indefenso y manchado de hollín. Una llamarada chisporreteó detrás de mí, la nuca me ardía y el miedo a morir achicharrado me empujaba a huir de esa casa que se consumía poco a poco. No había nada que hacer a parte de irme; no tenía ánimo para llevar comida a nadie. Absorto en mis pensamientos no reparé en que mi mano se movía arriba y a bajo, bajo la fuerza de las lentas palpitaciones de la esperanza. Sonreí entre el humo, sin apartar aún la mano del corazón del desconocido.
–¡Está vivo!–Grité a la casa, eufórico.
Lo cogí, me lo eché al hombro y salí a trompicones tropezando por el camino con sofás, libros y cascotes. Un álbum de fotos yacía en el suelo con las pastas manchadas de hollín. El humo aspirado me estaba haciendo efecto, la cabeza me daba vueltas y la garganta me picaba. Tenía que salir de allí lo más rápido posible, antes de que me cayese en redondo y todo mi esfuerzo no hubiese servido de nada.
En el exterior me recibió una fuerte ráfaga de aire helado. Fue un gran contraste la temperatura fresca de fuera con el calor asfixiante de la mansión. Deposité mi carga boca arriba sobre el suelo en una zona donde el calor no nos podía afectar ya. Me acerqué, jadeante, al desconocido hasta estar arrodillado a su
lado. Para mi sorpresa era una chica, puede que la chica más preciosa que había visto en mi vida. Me senté junto a ella y le aparté el pelo de la cara caliente. Me sentía afortunado.
La ceniza caía del cielo como algodonosos copos de nieve, pero la chica y yo estábamos en una burbuja, dónde nada importaba, solo nosotros. Me daba igual que hiciese frío y se oyeran grandes truenos, que alguien me viese o que la casa se cayera a pedazos en ese momento.
Empezó a llover a cantaros. Las gotas frías resbalaban por mis mejillas y me empaparon el pelo; la chica ni se inmutaba, seguía quieta en el suelo. Si su pecho no se hubiese movido con cada respiración la habría creído muerta.
La mansión se iba apagando poco a poco y los colores mojados de la calle se habían vuelto fríos y oscuros, pronto se formaron charcos de agua negra a nuestro alrededor. Me sacudí las cenizas del pelo y la cara, frotándome los ojos que aún me lloraban, el olor del ambiente me recordaba a las barbacoas en el campo, y a las chimeneas del invierno.
Mi vista no se despegaba de la chica; no era guapa como las típicas mujeres alemanas, ni si quiera era del tipo de chicas que ves en las revistas, con corsés y faldas cortas. Tenía la belleza del enemigo. Una belleza desgarradoramente dulce. Haberla rescatado era horrible. Estaba seguro de que al día siguiente estaría de camino a Auschwitz o con un cartelito colgado en la frente en la que me llamasen "enemigo de la patria" o simplemente "burro". No podía llevarla a casa, tampoco podía dejarla allí bajo la lluvia. Lo que al principio me había llenado de euforia se estaba convirtiendo en un gran problema.
Nunca había hablado con nadie que fuera judío excepto con Nanna. Todo el mundo odiaba a los judíos, para la gente era como el mal en persona, ni siquiera los consideraban eso, para ellos no eran como yo, eran infrahumanos que no tenían derecho a nada. La frase "ellos no son como nosotros" se repetía incesantemente en las escuelas alemanas, llenando las cabezas huecas de los jóvenes y levantando en ellos pasiones bélicas y ganas de luchar. Pero yo sabía que eso no podía ser verdad, ¿qué diferencia tenía un judío de un alemán que no fuera solo la raza?, los judíos tenían hambre, tenían sed, cuando se cortaban salía sangre, exactamente igual que nosotros. Pero incluso yo a veces los odiaba... ¿A quién le íbamos a echar la culpa de todas las desgracias que nos pasaban si no?
Jugueteé con un mechón castaño de la chica, se le había soltado del moño y le daba un aspecto aniñado y desarreglado. Su rostro carecía de color alguno salvo las mejillas encendidas por el calor y unas cuantas pecas salpicadas. Todo esto estaba rematado por una boca color cereza, pequeña aunque llena y en forma de corazón.
No podía pensar en dejarla allí sin que el sentimiento de culpabilidad se me clavara en el estómago. Mi país me decía que la entregara a la SS. Sería lo mejor para los dos...Suspiré y me la volví a cargar al hombro, se revolvió un poco y tuve la esperanza de que volviese en sí. Era una carga fácil de llevar y no me supuso un esfuerzo muy grande. La dejé cuidadosamente sobre la carretilla que había en la calle deseando que soportase el peso. Me sonrojé al admirarla, estaba solamente vestida con un camisón celeste que ahora estaba empapado y se le pegaba al cuerpo marcando sus delgadas costillas. Sobre el brazo izquierdo llevaba el brazalete judío, con el fondo blanco y la estrella de David amarilla. Me quité las varias chaquetas que llevaba y la oculté por completo,
un camuflaje a prueba de transeúntes...
Por el camino la carretilla iba dando tumbos de un lado a otro, resbalando sus ruedas por el suelo empapado. La ropa me pesaba toneladas y las gotitas me hacían cosquillas por el cuello. Las calles seguían en silencio salvo por el repiqueteo de la lluvia contra el pavimento y el ambiente olía tan bien... a hierba mojada y a pan recién hecho de la panadería de al lado. ¿Sería muy ético lo que estaba haciendo? la estaba metiendo en la cueva del lobo... una judía en la casa de un general nazi. Me castigarían el doble, por burlarme del país.
Llegué hasta mi calle y abrí la puerta cuidadosamente. La casa seguía en silencio y parecía que Nanna aún no se había despertado. Cuando estaba subiendo los escalones con la carreta a pulso atisbé luz en el pasillo.
–¿Qué haces despierto a estas horas?–Me preguntó Nanna vestida en pijama y con un ridículo gorro para dormir en la cabeza que le tapaba hasta las orejas–¿Qué llevas en esa carretilla?–Puso los brazos en jarras como señal de desaprobación y frunció los labios. Me habían pillado con las manos en la masa
–Ee...na nada–comencé a tartamudear y estuvo a punto de darme un ataque de risa. La situación era bastante seria así que me mordí la lengua y dije lo primero que se me vino a la cabeza– Es que escuché el piar de una gaviota en el tejado, fui a ver y me la encontré con un ala rota y la he traído para curarla.
Me dí una palmada mental en la frente por inventarme tan mala excusa...Estaba preparado para una reprimenda, para que destapara la carretilla y llamara corriendo a mi padre. No, Nanna no haría eso. ¿O si?
–Chico ¿tu estás loco?, ¿no te podías conformar con algo más pequeño?–Su cara expresiva y algo arrugada me miró perspicazmente.– ¿Por qué la traes tapada?, anda trae que la vas a asfixiar, bruto. Yo la curaré.
–¡No! Un estudio ha revelado que las gaviotas con bajo porcentaje de sueño viven menos y se recuperan más tarde de sus heridas. ¿Quieres qué pase eso?, Nanna hay cosas que un hombre debe hacer solo. Sobrevivirá.
Una risilla salió de entre sus dientes aunque no parecía que le hiciera mucha gracia haberse despertado tan temprano por mi culpa.
–Vale, vale. Hombretón. Si no te importa yo también necesito mi porcentaje de sueño o me pondré de muy mal humor.
Dio unos pasos hacia su habitación y luego se giró.
–Por cierto, ¿está lloviendo?
–¿Cómo lo sabes?
–O está lloviendo o has molestado a alguna vecina y te ha tirado un cubo de agua.–Empezó a reírse–Anda cámbiate de ropa y vuelve a dormir.
–Gracias Nanna–Le planté un gran beso en la mejilla.
Se marchó a su habitación murmurando algo sobre los chicos de hoy en día, yo aproveché para quitarme de en medio lo más rápido posible, no fuera que volviese y siguiera con el interrogatorio.
Me sentí el mayor embustero del mundo, pero aun así me alegraba haber salido del paso. Ni siquiera sabía si había gaviotas en Berlín. De todas formas Nanna no era muy culta. Nunca había estudiado y tan solo sabía lo mínimo, leer, escribir y contar, aunque como se dice el diablo sabe más por viejo que por diablo. vivía en mi casa desde que tengo memoria y creo que también estuvo cuidando a mi padre cuando él era pequeño, se salvó de ir a algún campo de concentración gracias a estar en mi casa, mi padre se negó a que fuera y como era un importante cargo no le rechistaron.
Aunque se hubiera creído mi mentira sabía que en poco tiempo le terminaría contando todo. A Nanna no le podía mentir, me conocía demasiado bien.


25 de octubre de 2015

Capítulo 4: Ardiendo bajo la lluvia.

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Capítulo 4: Ardiendo bajo la lluvia. 
Era una fresca madrugada de mitad de abril de 1943. No había amanecido aún y el sol estaba escondido en alguna otra parte del mundo. Mi padre no estaba en casa, como siempre; prácticamente vivía solo. Sin contar la presencia de Nanna, mi ama de llaves, cocinera, niñera y limpiadora.
Me desperté con el ruidoso tic–tac del reloj de pared que había sobre la cabecera de mi cama y me vestí con ropa de abrigo. A mi alrededor reinaba el desorden absoluto, un lío de ropa tirada por el suelo, lápices de aquí para allá y tantos libros que no dejaban ver ni un atisbo de los muebles de madera. Me prometí a mí mismo recogerlo antes de que lo hiciese la pobre Nanna. Bajé las largas escaleras con los zapatos en la mano para no despertarla, despacio, colocando un pie detrás del otro sobre la alfombra granate. Delante mía se encontraba la gran puerta de entrada, con su cristalera de colores arriba, por esta no entraba nada de luz así que toda la casa estaba en la más tenebrosa oscuridad, pero no tenía miedo. Podría haber recorrido todas las alas de la mansión con los ojos vendados, excepto el desván, al que no había entrado desde la muerte de mi madre. Seguí andando hacia la izquierda, la cocina me esperaba allí, con su gran despensa. Colgadas de las paredes descansaban sartenes de todos los tamaños, desde las grandes que ocupaban un enorme espacio hasta las pequeñas, que parecían sacadas de un cuento. Me pregunté para qué queríamos tantas si casi siempre comíamos solo dos.
Abrí la puerta de la despensa, donde guardábamos todos los alimentos: pan, queso, galletas y demás y metí una gran cantidad de comida en mi bolsa azul marino de tela, pesaba bastante aunque no sería gran problema llevarla. Esta era una de las facetas que nadie conocía de mí. Un par de días a la semana, no podía abusar porque Nanna ya sospechaba de la falta de comida, aunque lo achacaba a que estoy en edad de crecimiento y debo comer mucho, me dirigía a los barrios más pobres para llevarles cualquier cosa que encontraba y que pudiera comerse. Les dejaba una cierta ración de comida en cada puerta. Nunca me habían descubierto a pesar de seguir siempre una misma rutina, nunca me había sorprendido una cara curiosa por entre la rendija de alguna puerta. Supongo que me tendrían como un mito, algo así como Papá Noel.
Me decidí a salir a mi paseo matutino, giré el pomo de la puerta y me encontré con la fría Berlín, todavía durmiendo apaciblemente, sin gente paseando, sin críos corriendo y jugando al pilla–pilla ni rectos soldados desfilando sin doblar las rodillas. Miré de un lado a otro para asegurarme de que la calle estaba completamente vacía, pero efectivamente no había ni un alma, tan solo las grandes mansiones que competían con la mía, enfrentadas, retándose a ver quién era la más alta, la más grande y la más bonita.
Dándome prisa anduve por la calzada, chapoteando entre los charcos llenos de ceniza que se habían formado por la noche.
El aire olía a chamuscado, una mezcla entre chimenea y hollín. Levanté la cabeza hacia el cielo negro abisal, no había ni una estrella, sobresalía entre las nubes de lluvia una gran humarada blancuzca. Un incendio, supuse...Llegué a mi destino en pocos minutos, unos cuanto edificios tapaban levemente la cortina de
humo que bañaba la oscuridad. Si aligeraba podría ir a curiosear un poco y después volver a mis quehaceres.
Se dice que la curiosidad mató al gato, pero a mí me robó el corazón.
El incendio salía del oeste de la calle Oranienburger strabe, la calle de los judíos adinerados, la calle prohibida. Al llegar me encontré con un paisaje de desolación increíble, sacado de otro mundo.
El suelo estaba repleto de ceniza blanca, los escaparates que anteriormente habían estado deteriorados hoy estaban en ruinas, sus puertas echadas abajo no tenían ni un cristal en pie, algunos periódicos rodaban por el suelo mostrando en la portada a Hitler muy erguido dando un discurso. En una pared de ladrillo manchada de hollín yacía una carretilla que en tiempos mejores había sido roja pero que entonces era color cobre oxidado y parecía un amasijo de hierros.
Todas y cada una de las paredes y fachadas estaban marcadas con grandes estrellas amarillas, entre ellas destacaba una gran mansión. Parecía una casa de muñecas en la más absoluta decadencia, la mayor parte del tejado se había derrumbado y lo que se conservaba en pie era una gran bola incendiaria y humeante. La frase sucios judíos estaba escrita con pintura negra y letras irregulares una y otra vez por toda la fachada. Entre la humareda y la pintura no se distinguía de qué color había sido originalmente tan llamativa casa. Decidí retirarme unos metros de ella porque el calor era abrasador, me calentaba las mejillas y hacía que me llorasen los ojos por la irritación. Intenté atisbar lo que ocurría en el interior pero unas gruesas cortinas me impedían la vista.
Sobre el sonido del chisporroteo de las llamas escuché un
gemido, algo así como una voz humana y toses, muchas toses. Corrí a acercarme a la casa, tapándome con mi bufanda la boca y la nariz para no asfixiarme. Contra más me acercaba más fuerte era la voz, pero poco a poco se fue apagando hasta cesar. Le metí varias patadas a la puerta. No cedía hasta que me precipité hacia dentro empujado por la inercia y estuve a punto de caer sobre un sofá en llamas. Solo distinguía algunos muebles en el suelo y casi todos estaban ardiendo o chamuscados. Me encaminé a un pasillo donde el humo remitía un poco, dejando ver las sombras de lo que antes había sido el hogar de alguien. El calor era asfixiante, como haber bajado al infierno.
En el suelo había un cuerpo boca abajo. Me puse de los nervios, me temblaba todo el cuerpo. Nunca había visto un cadáver, ni si quiera el de mi hermano pequeño cuando se ahogo en el lago, ni el de mi madre, ya que mi padre me prohibió terminantemente acercarme al ataúd en el que dormiría para siempre. Haciendo acopio de valor le di la vuelta con cuidado, no podía distinguir si era chico o chica, pero pesaba tan poco que podría haberlo cogido con una sola mano. Puse mi mano en su corazón para ver si seguía vivo, pero no había apenas movimiento. Estaba muerto...


6 de octubre de 2015

Capítulo 3: Llorar, dormir y comer.

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Capítulo 3: llorar, dormir y comer.
Últimamente parezco un bebe, lo único que hago es llorar, dormir y comer. Yakov me ha preguntado varias veces porque lo hago, aunque yo no le respondí nada, supongo que pensará que es porque me queda poco tiempo de vida. Pero lo que me pasa sólo lo sé yo. En estos momentos me pongo a pensar, las cosas que no le dije, las cosas que teníamos planeadas, sus besos...
Yakov vuelve a la habitación con algo brillante en la mano.
-Sé que no debería hacerlo, pero te veo muy mal.-Me muestra una llave plateada, la acerca a mi pie y me quita el grillete.- ¿Quieres dar un paseo por el exterior?
Es una locura; nadie en su sano juicio llevaría al enemigo a pasear sin una K98 apuntándole a la cabeza. También fue una locura pasear a una judía por el imperio nazi...
-La verdad es que me gustaría tomar un poco el aire.-Digo, casi seguro de me intenta gastar una broma.- ¿Cómo es posible que te hayan dado permiso para que salgamos?
-Exagerando un poco tu estado. Les he dicho que eres un criminal en potencia, con cambios de personalidad y agresividad, y que nos podrías matar a todos con tan sólo un calcetín.
Creo que tengo los ojos como platos. Se ríe de mí a carcajadas mientras yo resoplo furioso.
-Les he dicho que si seguías encerrado aquí puede que murieses dentro de poco, cosa que no es mentira. Al principio me han dicho que no, pero les he prometido que te llevaría esposado a mí.
-O sea que solo me cambias las esposas de sitio.
-Algo así. Hoy no habrá nadie en el edificio, solo prisioneros y un par de guardias. Los demás están reunidos hablando sobre estrategias y lo más seguro es que muchos de los soldados que están trabajando se marchen de aquí.
Una punzada en el corazón me recuerda mi preciosa Berlín. ¿Cómo estará? ¿Habrá pagado ella todos los errores cometidos por el pueblo alemán? No quiero imaginarme mi casa destruida por las bombas o saqueada, allí ya no me queda nada valioso pero son tantos los recuerdos que dejé entre sus paredes.
-¿Dónde irán?
-Nosotros nos quedamos en la retaguardia, ellos seguirán para adelante. Solo falta un pequeño empujoncito para que todo acabe.
-¿Irás a casa?-pregunto.-Cuando todo termine.
-¿A qué casa? Me quedaré aquí, esta es mi casa.-Su rostro se vuelve serio, se rasca la barba de un par de días.
-¿Qué harás cuando ya no te necesiten?
-Aún no me lo he planteado seriamente. Quizás iré a algún pueblecito cerca de Donetsk y montaré una tienda de algo. Solo se una cosa, tendré que seguir adelante.
-¿Pero a qué es lo que de verdad quieres dedicarte?
-No se.
Me mira y se con certeza que soy el primero que le hace estas preguntas.
-¿No hay nada que te apasione?
-¿Apasionar?-Piensa mientras trastabilla con el pie sobre el suelo, hasta que da con algo.-Lo único que no ha dejado de interesarme durante todos estos años ha sido escribir...Guardo pilas de hojas llenas de garabatos. Nada bueno.
-Eso sirve.-Respondo. No imaginó una pluma, tan frágil y precisa entre sus manos, así como tampoco imagino que una vez pudiese ser un muchacho desnutrido.
- ¿Nos vamos? ¿Hace falta que te ate o puedo confiar en ti?
-No te preocupes, aunque quisiera no podría escaparme.
-Yo te doy la oportunidad, tu verás...-Ríe.
Cuando me acerco casi a rastras a la puerta me invade el miedo, ¿Estoy seguro de que quiero volver a fuera? ¿Quiero volver a ver las marcas de sangre sobre el suelo? ¿Realmente estoy preparado para volver a oler el olor putrefacto a muerte que invadía todo el campo?
Respiro, abre la puerta y salimos en dirección a un pasillo de paredes grises iluminado solo por una bombilla que se balancea en el techo, a lo lejos puedo ver la enfermería repleta de camastros, algunos ocupados por personas a las que conocía de vista. Pocos quedan, supongo que a los demás, a los de menos importancia les dieron muerte rápidamente.  Intento seguir la petición de Yakov de ir completamente en sigilo pero mis pies cojean, débiles, sobre el suelo de lija. Llegamos a una puerta trasera casi invisible, esta se abre dejando ante nosotros el exterior. La verja, tan familiar para mi, nos rodea, como peces en una red de pesca. Que ironía, el carcelero preso en su propia morada...Inspiro y aunque se que solo son imaginaciones mías me parece oler el perfume de Lenah vagando por el aire, aprieto los dientes e intento que no se me caigan las lágrimas. Todo está en pleno silencio, ni los pájaros se atreven a cantar, intimidado por los restos humanos que aun quedan esparcidos por los suelos. Esa imagen me hace recordar cosas, cosas que quiero alejar de mi cabeza lo más rápido posible, antes de que me deje caer en la nieve y me niegue a entrar de nuevo. Jakov me observa, sabiendo que me estoy arrepintiendo de aceptar su ofrecimiento. Debería entrar, debería volver dentro para arrebujarme en mi catre y llorar, al menos allí no se me congelarían las lágrimas. En lugar de eso la busco por todas partes, hundiendo mis pies en el suelo y luchando contra el hielo mientras mi balazo del costado amenaza con volverse a abrir.
Todo mi camino me lleva a una gigantesca fosa común en la que quedaban apilados cientos o miles de cuerpos sin vida. ¿Quería seguir buscando? ¿Quería encontrármela por allí? Aparto la vista de los cadáveres congelados y me apoyo en la verja deseando que esté electrificada, esperando freírme como un pollo.
 Por desgracia han cortado la electricidad.
...
Me he decidido; voy a contarle a Yakov todo.
Estoy nervioso, incluso podría decir que tengo ganas de contarlo, de decírselo a todo el mundo, en un afán de rebeldía. Deseo volver a Berlín y gritarlo, que la gente se dé cuenta del daño que han hecho, que se consuman en la culpa y no puedan dormir. Todos podrían haber hecho algo, pero se quedaron quietos, viendo pasar judíos en fila, cayéndose y arrastrándose por el desfile de la muerte, y más que judíos eran lo que quedaba de ellos, harapos, huesos y ojos enormes. Sé que una persona sola no podía haber hecho nada por ellos, pero cien si, y miles aún más. Yo también tuve culpa, y mi castigo es recordarlo cada minuto de cada día hasta que me aniquilen, pero el suyo... ¿Cuál es el suyo?, quedarse en sus casas convencidos de que lo que hicieron está bien, seguir sus vidas con normalidad...y no hablo de Hitler, ni de los nazis, a esos ya se los cargaran, hablo del pueblo.
Pienso todo esto ya tumbado en la cama, con las manos tras la cabeza e iluminado por una vela. En el exterior es de día  pero en mi habitación solo reinan sombras. Yakov está sirviendo la comida a los demás presos así que no gozo de más compañía que mis amigas las ratas. Antes, hace unos meses, yo podía salir libremente, ir a cualquier sitio. No voy a decir que hacer lo que quisiera porque no es verdad. A la mínima que cometiese algún fallo o pasara algo que no pudiera controlar, podía tener a mi padre, a la SS o a Alemania entera contra mi, y me colgarían. Pero por lo menos tenía algo de libertad. Entonces me parecía que me estaban agarrando por el cuello y no me dejaban volar libre, ahora me doy cuenta de cuanto añoro aquella falsa libertad. Aunque fuera falsa era mejor tener aquella que ninguna. Yo vivía en un mundo de reglas estúpidas, y la más tonta de ella era la prohibición de acercarme a ningún judío, ¿las cumplía?, por supuesto que no. Ahora no hay reglas que me digan lo que no puedo hacer, porque en realidad no puedo hacer nada. Mentalmente me siento como si me encontrase en una de esas celdas de castigo de los campos de concentración, esas tan estrechas que no dejaban al reo sentarse ni moverse. Nunca he estado en ninguna de ellas, pero creo que esta sensación se parece mucho.
Yakov vuelve, abre la puerta, me recuerda a la primera vez que lo conocí, pero esta vez no hay portazo. Ha dejado de interpretar su papel, se ha ablandado, y eso para mi no significa que sea débil si no que es humano, que no es sólo un armario empotrado con patas. Sigue siendo un niño que ha tenido que madurar demasiado pronto. Trae una bandeja, una especie de sopa marrón reposa en un plato, me inquieta no saber lo que flota en ella pero no pregunto. Junto a ella dos vasos de un líquido marrón que parece vodka. Tendré que bebérmelo, aunque nada más olerlo me de nauseas. Mi vida es como una larga resaca.
-¿Todo eso es para mi?-Intento decir contento, aunque la comida no sea nada apetitosa.
-No seas abusón hombre, yo también tengo derecho a comer ¿no?-me sonríe, con su dentadura perfecta, después de tantas batallas no ha perdido ni un diente.
Me entran ganas de recordarle que soy el enemigo, que como puede tratar tan bien a un nazi, pero me alegra tanto tener un compañero para comer y ya que se ha tomado la molestia decido callarme por el bien de los dos. Le agradezco el detalle mientras coloca la bandeja en la mesilla de noche y acerca su silla.
-Que aproveche-me dice repartiendo un tenedor y cuchillo.
-Empieza tú.-Le animo.-Tengo ganas de saber si has querido envenenarme.
Da una gran cucharada al líquido asqueroso, me extraña que no ponga cara rara o que lo escupa al suelo.
-No soy de matar por la espalda.
-Entonces comamos.
Para mi sorpresa no está tan mala, quizás un poco aguada pero tengo tanto apetito que termino rebañando las últimas gotas que me quedan en el plato. El vodka se me sube a la cabeza haciéndome sentir más animado.
-¿Te ayudo a fregar los platos o algo?-Bromeo.
-¿Crees que en este sitio alguien se molesta en hacer eso?
-¿Tenéis un vertedero de platos sucios?
-Algo así.-Responde.
-Yakov, ¿No te aburre este trabajo?
-¿Qué más da? Me da de comer.-Admite entre dientes.
-Quiero contártelo.-Consigo decir, me mira inquisidoramente como si el vodka me hubiese afectado más de la cuenta.-Ya sabes...por qué estoy aquí.
-¿Estás seguro? No me gustaría verte lloriqueando.
-Ya.-musito. 
-No tienes por qué hacerlo.
Lo pienso por unos momentos. ¿Qué más da que lo haga o no?, me van a matar. Estoy seguro. Llevarme el secreto a la tumba tampoco me servirá de nada.
-Quiero contarlo. Creo que debes saberlo. Te contaré que me trajo hasta aquí.-me decido finalmente.
-Vale, estaré en silencio.
-Era una fresca madrugada...-comienzo.


25 de septiembre de 2015

Segundo capítulo: extraña amistad.

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Capítulo 2: extraña amistad.

He pasado una noche horrible, creo que me muero o me he muerto ya, no lo sé...toso sangre a todas horas, me falta el aire y cuando me he mirado el abdomen parecía un colador de color púrpura y la herida de lo que parecía un balazo era un boquete negruzco.
Me he despertado en mitad de la madrugada y la he visto, era ella, bamboleando su vestido rojo con el viento, enmarcada con el cielo más azul y limpio que nunca he podido ver. Me ha visto y creo que corría hacia mí dando saltitos, como ella era siempre, tan niña y tan mujer a la vez, tan perfecta. Me he acercado y me ha lanzado un beso, después ha salido corriendo en la inmensidad celeste. En ese momento me he despertado con lágrimas en los ojos, sudando y delirando. He tenido que gritar mucho en sueños pues el chico, que dice que yo he matado judíos, ha venido para ver si había muerto ya, más quisiera yo haberlo hecho. Después de haberme dicho imbécil se ha marchado dejándome la amenaza de que como volviera a gritar en sueños y lo despertase me mataría con sus propias manos. Siento la tentación de gritar para que venga, para que termine de una vez con todo pero no lo hago porque estoy seguro de que algo o alguien se lo impedirá.
Me siento fatal, todo se acumula en la cabeza haciendo que casi estalle, y en este cuartucho no tengo nada que me distraiga para dejar de pensar. Desde hace un buen rato oigo chillidos agudos debajo de mi catre, donde hay algunas ratas corriendo. Aunque no me asustan no me arriesgo a bajar los pies por si me muerden los tobillos.
El tiempo pasa despacio y a la vez rápido para un alma torturada como la mía, a veces estoy tan despierto que creo que nunca más podría dormir y otras veces mis días se deslizan como en una nube borrosa, detrás de un velo asfixiante. No sé si llevo aquí un par de días o un par de años, no podría diferenciarlo. A veces me desmayo debido a un ataque de tos y despierto en mitad de la noche silenciosa oyendo solo los grititos de las ratas, los gemidos del somier y mi propia respiración agitada.
–¡Despierta!–oigo entre sueños, alguien me zarandea. Me vuelve a gritar y me da un bofetón.
Es ese chico alto, el que dice que yo mato judíos, ya no sé si lo que dijo es verdad o no, mis recuerdos son confusos. Supongo que es cierto.
–¡Quéee!–le grito mientras empiezo a distinguir siluetas en la habitación. Un hombre de unos sesenta años, muy colorado y con el pelo blanco me observa y apunta en una libreta. Lleva una bata blanca sobre unos pantalones negros algo arrugados.
Me da un escalofrió y comienzo a tiritar, los dientes me rechinan.
–Eh, tu, chucho, ha venido a verte el doctor Puldwinsky.
El doctor me hace una revisión, intentando evitar mi mirada. Oye los latidos de mi corazón y me revisa la herida del costado, últimamente me ha estado escociendo mucho.
–Creo que está infectada, tendréis que ponerle vendas, cambiárselas cada dos horas y echarle estas gotas o se le podría gangrenar. –Le dice a mi ''niñera'' y le entrega un botecito que contiene un líquido verdusco.
El doctor me levanta el camisón y me unta el líquido por la herida con una esponja, está frío y pica mucho. Me vuelve a dar un ataque de tos y el doctor se aparta asqueado. Cuando termino, me coloca un termómetro y murmura con el chico algo sobre mí. Después de unos cuantos minutos me lo quita, marca una cifra tan alta que la cabeza me da vueltas.
–¿Por qué no me matáis directamente en vez de curarme?–Le pregunto al doctor.
–¿No lo sabe todavía?–Su pregunta no va dirigida a mí y eso me molesta.
–No, estaba muy débil y no me he arriesgado a interrogarlo.
Esta charla sobre mí a mis espaldas me esta poniendo de los nervios, si tuviera fuerzas les propinaría un puñetazo a los dos. Si tuviera fuerzas...
–Si no te matamos ahora es porque queremos alargar tu sufrimiento.–Esta vez me mira fijamente a los ojos, mientras me hablaba con su voz ya cascada y ronca por la vejez–.Pronto conocerás nuestros propósitos.
Se va hasta una mesa que hay pegada a la pared, comienza a ordenar una caja con gasas, esparadrapos, pastillas y botecitos del líquido verde, los cuales estoy seguro no haber visto en todos mis meses de trabajo en el campo. Yo solo puedo pensar en el significado de "dentro de poco", ¿Dos días? ¿Una semana? ¿Seis meses? ¿Seis años...?
–Dentro de un rato se la pones.–Coge un paquete con vendas y lo señala, el chico lo mira y asiente.–Dile a tus superiores que le den de comer algo mejor o no durará ni un día más, ah Yakov,
tráele también un trapo húmedo para bajarle la fiebre.
–A sus órdenes.–El chico y el doctor salen juntos de la habitación, me quedo solo en silencio e intento dormir.
No lo consigo por supuesto. Al rato Yakov vuelve con una bandeja negra donde hay sopa de patatas y un trozo de pan duro, me pregunto si eso es lo más nutritivo que tienen aquí. Sin embargo, como me apetece mucho echarle algo caliente a mi estómago sorbo la sopa rápidamente, al estar tumbado el líquido se me va por el otro lado de la garganta y las toses vuelven.
–¿Estás bien?–Me pregunta Yakov que me está observando como me ahogo.–Si te mueres estando a mi cuidado me la cargaré, estúpido nazi.
–Sí, gracias Yakov.
–¿Cómo sabes mi nombre?–Me pregunta con expresión preocupada.
–Se lo oí al doctor.–Por primera vez siento que me estoy adelantando a sus pensamientos.
–No eres como los demás nazis que están aquí.–murmura para si mismo.
–¿Por qué dices eso?
No soy como los demás nazis porque no soy uno de ellos.
–Los otros solo nos dicen insultos en alemán, cuando les llevo la comida se revuelven como perros rabiosos. Ni uno de esos tipos me ha dado las gracias nunca.–Carraspea un poco para
aclararse la garganta.– No es que piense que deban dármelas, si están aquí es porque dentro de poco morirán. A ti te he estado tratando peor que a ninguno y todavía no me has soltado ni una grosería.
Una parte de mi se siente ridículamente orgulloso por sus palabras.
–Me han educado estrictamente, además yo no soy nazi, y tú no tienes la culpa de que esta situación te haga pensar algo sobre mí que no es verdad.
Estoy seguro de que mis palabras no le han convencido lo más mínimo, sigue estudiándome con la misma desconfianza que mostraría hacia una pitón enseñando los dientes.
–Ah, ¿Cómo te llamas tú?–Me pregunta mientras se echa el pelo oscuro hacia atrás. Es extraño que nadie le haya dicho antes mi nombre. Quizás soy menos conocido de lo que esperaba.
–Ancel, Ancel Eichelberger.
–Un nombre bonito, pero por desgracia alemán.–El desdén quiebra su voz.
Los dos sabemos que si yo no fuera alemán él no tendría la necesidad de gruñirme cada vez que habla. Incluso nos podríamos llevar bien. Eso es lo que tienen las guerras, ponen en contra a padres con hijos, destrozan familias enteras y lo peor de todo es que cuando terminan y crees que todo ha pasado te persigue la incertidumbre de cómo hubiera sido tu vida si nada hubiera pasado.
–Sabes, me avergüenzo de ser alemán.–Hace unos años si me hubiera atrevido a decir eso delante de mi padre me hubiera llevado un buen bofetón.
–No me lo puedo creer, el hijo de un general nazi, ¡arrepentido! –Me mira con fingida incredulidad.
–Soy más que el hijo de un general nazi, soy una persona y tengo derecho a pensar por mí mismo. Veo lo que se les ha hecho a los judíos tan horrible como lo pueda ver cualquier hombre de bien.
–Entonces ¿qué haces aquí?
–Es una larga historia.
–Cuéntamela.–Me dice Yakov curioso. No se si lo hace por sonsacarme información o porque realmente está interesado.
–Quizás otro día. Estoy cansado.–Intento cambiar de tema pero Yakov sigue haciéndome preguntas incómodas.
–Eres el preso más aburrido al que vigilo, incluso preferiría que me insultaras, así tengo motivos para pelearme contigo.–Profiere una risotada.– Pero que más da, si quisiera podría hacerlo y nadie me miraría mal.–Termina en un suspiro.
Cuanto se ha degradado nuestra sociedad. En pocos años hemos aprendido a aceptar la violencia como algo normal, se ha aplaudido cuando debería ser condenada.
–¿Jugamos a algo?–pregunto desde la cama. Quizás así me deje de una vez.
–Espero que no sea ningún deporte porque en tu estado creo que te daría una paliza.
–Eso es ahora, si estuviera bien te ibas a enterar.
No podía imaginarnos en algún campo jugando al futbol como jóvenes normales.
–Sí, claro, claro, eres un bocazas fanfarrón y nazi.
–¿Sabes jugar a las palabras encadenadas? No sé si en tu país existe.
De pequeño mi madre y yo solíamos jugar horas y horas.
–Claro que existe.– Responde indignado el ruso, como si hubiera insultado a su país.– Supongo que es un juego mundial.
Manzana–naturaleza–zapato–tonto–torpedo–dormir–mirlos– spasibo.
–Ehh, eso no vale.–Me quejo.–¿Qué significa? –pregunto; dentro de lo triste que estoy me lo estoy pasando bien. Me agrada tener alguien con quien conversar, aunque sea diciendo palabras sin sentido.
–Gracias en ruso.
–¿Cómo que todos sabéis alemán aquí?–Pregunto, olvidándome de que acaba de hacer trampas.
–Solo sabemos el doctor y yo, por eso hacemos de intérpretes. Él es muy sabio. Sabe cinco idiomas, me enseño alemán y algo de inglés. Dice que soy un buen alumno porque aprendo muy
rápido, aunque a veces me trabo.–Parece un niño que alardea de sus buenas notas a sus padres.
–Mi padre se negó a que aprendiera idiomas, decía que el alemán era el mejor, y el único que me hacía falta hablar..
–¿Has viajado mucho?–Pregunta Yakov.
–No, solo fui con 7 años a Italia, estábamos solamente mi padre y yo. Mi madre ya había muerto en esa época.
–Siento lo de tu madre.–Mira hacia abajo, a sus pies enfundados en unas toscas botas negras.
–No pasa nada. Ya han pasado trece años.
La imagen de la cabellera rubia y rizada de mi madre permanece borrosa en mi mente pero a la vez muy cercana.
–Creo que es hora de cambiarte la venda.
Se levanta, coge la caja, saca la venda y el líquido y viene hacia mí. Al estar tumbado y él de pie, parece un gigante.
–Te voy a quitar la cadena ¿crees que podrás levantarte?
–No estoy seguro pero lo intentaré.
Coge una llave plateada con un número, el cuatro, y la mete en la cerradura que se abre con un leve quejido. Ya no tengo esa pesada cadena enganchada y puedo mover los miembros libremente, aunque ahora mismo los tengo dormidos y hormigueantes. Me incorporo apoyando las manos en la cama, al echar peso sobre la herida noto gran dolor y se me escapa un gemido. Yakov
tira de mí y consigue levantarme, aunque me cuesta mantener el equilibrio. Me quito el camisón raído, quedándome solo con unos pantalones azules. No quiero pensar en quien me quitó el uniforme.
–Levanta los brazos por favor.
Hago lo que me ordena, me desinfecta la herida con el líquido verde que quema como la pólvora, intento demostrar mi hombría a costa de tragarme las lágrimas de dolor, después empieza a enrollar la venda por mi costado rodeándolo entero, una y otra vuelta hasta que se acaba. Me quedo de pie un rato más para disfrutar de mi tiempo sin la cadena. Las piernas aún me tiemblan y el corazón me late desbocado, demasiado esfuerzo por un día. Descalzo en el suelo me acuerdo de las ratas.
–¿Cuántos días llevo aquí?–Pregunto.
–Has estado una semana inconsciente. Te encontramos en la liberación del campo, con el uniforme nazi, borracho como una cuba y congelándote. Uno de mis camaradas te disparó, por suerte fue un balazo limpio y tal como entró salió. Según me han contado un judío nos informó de que eras hijo de un importante general nazi.
–El Oberstgruppenführer (1) Hermann Eichelberger.–Digo– ¿Sabéis dónde está?
–No, por eso estás tú aquí. Tenemos la intuición de que ha huido, como muchos otros, antes de acabar la guerra. Quizás tú sepas algo de él.– Vocaliza con malicia.– O cuando descubra que su hijito corre peligro vuelva para reclamar su sentencia.
1 Rango militar equivalente a Coronel General
–Esté donde esté por mí que se pudra. Ese plan no os dará efecto, nunca le he importado.–Suspiro–Lo demuestra el haberse ido sin mi.
–¿Entonces no es tan grave que pueda estar muerto? ¿No?
–No.
Vuelvo a desear cambiar de tema. Lo único que les puedo decir sobre mi padre es una larga lista de insultos que le atribuyo.
Me pongo el camisón otra vez porque la piel se me pone de gallina a causa del frío y empiezo a dar vueltas por la habitación para que mis piernas se despierten, las noto como si fuesen de goma, mientras Yakov tira el envoltorio de la venda a un pequeño cubo de basura negro que hay en el suelo.
–¿Qué te llevó a estar aquí?–Pregunto con curiosidad. Prefiero encaminar el tema hacia su vida, seguro que es más alegre que la mía.
–No debo contarte nada sobre mi vida. Eres el enemigo.–Contesta.–Además nazi, tú tampoco quieres contarme nada sobre la tuya. ¿Por qué tengo que dar yo mi brazo a torcer?
Baja la mirada y comienza a darle vueltas al botón de la manga de su traje militar.
–Venga, puede que solo me queden un par de días de vida y no me gustaría pasarlos aquí mientras me gritas. Una historia por otra.
Mira al suelo un minuto pensando que decirme.
–Bueno vale, pero tienes que jurar por tu honor que no se lo contarás a nadie.
Creo que la curiosidad le está matando, seguramente se preguntará por que soy un alemán tan raro.
–Lo juro–me pongo la mano en el pecho, el asiente y comienza a hablar.
–Me alisté en el ejército soviético cuando tenía 15 años, ahora tengo 24. Por aquel entonces yo pasaba la vida en las calles de un pueblecito a las afueras de Stalino, aunque mi abuelo siempre le llamó Yuzovka. Una pequeña aldea ucraniana rodeada de bosques azulados y colinas verdes que tus asquerosos compatriotas se han encargado de destruir.
Me entró otro ataque de tos, eché un poco de sangre y Yakov me tendió un pañuelo.
–Gracias. Siento lo de tu ciudad... ¿vivías con alguien?
–Sí, con mi abuelo Kaeled. Siempre estábamos juntos, y aunque solo se ganaba la vida vendiendo figuras de alambre nunca me faltó nada, era un verdadero artista.–Los ojos se le iluminan al hablar de él.–Yo era su único nieto, y él, el único familiar que me quedaba. Mi madre murió cuando yo nací, en el parto y mi padre murió consumido por la pena. Cuando los alemanes mataron a mi abuelo, me quedé solo, sin comida ni techo. Todas las personas que conocía me dieron la espalda, ninguno quería hacerse cargo de un huérfano, una boca más que alimentar.
–¿Qué hiciste entonces?–Me inquieta su narración. Lo cuenta todo tal y como es, sin sobreactuar.
Me asombra el amor que sentía su padre por su madre. Cuando la mía murió mi padre no parecía estar muy afectado, siguió con su trabajo sin pararse si quiera en echar una lágrima, tan solo se notaba una mueca de tristeza en su rostro cuando su nombre era pronunciado. Mi madre era una mujer buena, me cuidaba y leía cuentos todas las noches, pero a mi juicio tenía un gran defecto del que mi padre se había aprovechado, aunque no cuestiono que la amase o no. Ella tenía muy pocos estudios, era hija de una familia rica y de pura cepa alemana pero aun así no le había dedicado tiempo a instruirse. Tenía mucho espacio vacío en su cabeza que había rellenado con eslóganes, anuncios y demás propaganda del Führer, mi padre se sentía muy orgulloso de su canario particular.
A mi pregunta, Yakov me mira un poco avergonzado.
–Al principio intenté ganarme la vida continuando el trabajo de mi abuelo, lo dejé después de cuatro muñecos retorcidos. Más tarde estuve 2 años viviendo de lo que robaba, bajo un puente del río Kalmiusen en verano y en una casa abandonada en invierno. Solo tenía una manta, ya que los alemanes destruyeron y saquearon todo lo que tenía. En esos momentos que no hablas con nadie y solo te puedes entretener pensando, comienzas a darle vueltas al por qué de tu existencia y descubrí que mi vida no tenía sentido, así que intenté suicidarme, pero no lo conseguí. Me daba demasiado miedo sufrir.–Sonríe con suficiencia.–Harto de todo, decidí apuntarme al ejército, pensé que allí tendría comida, un techo y podría morir sin tener que hacer yo todo el trabajo sucio.–Es como si Yakov hubiese vuelto a aquellos tiempos, mira a un punto fijo de la habitación, contándole la historia a la pared. Su voz se quiebra en algunas palabras.–Cuando descubrí todo lo que los alemanes le hacíais a los judíos, además de haber destruido el pueblo en el que me críe y haber matado al único familiar
que tenía, me embargó tal odio que me propuse dedicar toda mi vida a luchar contra ellos.
Me estudia esperando una respuesta pero me he quedado sin palabras. En el fondo me siento egoísta por pensar siempre que yo soy el más desafortunado del mundo.
–Eso es todo. Mi vida no ha sido muy emocionante, me quedé solo y luché por sobrevivir mientras recordaba a mi abuelo cada minuto, y tú no sabes lo duro que es eso. La pena te va desgarrando por dentro y si no encuentras nada con que distraerte terminas convertido en un saco de huesos que solo espera la muerte. Pero yo decidí seguir luchando y terminar con todos los tipos como tú.
Respira profundamente y cruza los brazos sobre el pecho cerrando los nudillos con fuerza. Quiero decirle que lo comprendo, que se lo duro que es perder todo lo que le ha dado sentido a tu vida. Pero no lo hago, no me salen las palabras sin que las acompañen las lágrimas.
–Yo no soy como otros que solo quieren conquistar Alemania o que van detrás de la guerra y la fama, yo solo quiero que quien deba pagar por esos crímenes lo haga.–Sentencia.
Los dos buscamos venganza contra mi pueblo.
La mirada de Yakov se cruza con la mía, pero rápidamente los dos la retiramos.
–Lo siento.–vuelvo a decir.
–Sabes, por mucho que no te lo creas eres el primero al que le cuento esto. Hay veces que te cuesta menos contarle algo a un
desconocido que a alguien cercano. Quizás tú también te sentirías mejor si hablases con un desconocido.
–A ti ya te conozco, entonces no sirves.
Reímos incómodos.
–Ancel, es hora de dormir, ¿quieres un somnífero? Últimamente gritas mucho.
–vale, aunque también aceptaría un bozal.
Se levanta, se coloca bien el uniforme y va al rincón donde el doctor había dejado la caja de medicinas. Me da una pastillita azul y redonda y un vaso de agua, yo me la tomo obedientemente. Estoy seguro de que no merezco tan gran privilegio.
La niebla del sueño me va arrastrando lentamente hasta hacer que no me pueda mover, cierro los parpados y caigo en un agujero negro.